Antoine de Saint-Exupéry |
A las
escribanas Clementina Casco, Virginia Martínez y Orieta Pontoriero y a los
escribanos Alfredo Cuerda y Gregorio Sanz, quienes tuvieron el coraje de
incorporarse en el 2009 al Curso de Argumentación.
I.- ¿Por qué el título?
Por Mozart asesinado, una anécdota de
Saint-Exupéry, en la cual denuncia que falta un “jardinero para los hombres”[1].
En Ciudadela,
su obra póstuma e inconclusa, Saint-Exupéry se dirige dos veces en forma
explícita a los educadores de su pueblo; pero existen en su legado escrito,
muchas otras referencias dispersas al tema, y en su vida, el ejemplo de un
arquetipo, él mismo, héroe contemporáneo que selló con su sacrificio, con su
sangre, sus palabras. Pero él, es heredero a su vez, de otras figuras
ejemplares, deudor de un ambiente de familia y de trabajo[2], que hace posible su
despegar humano.
Trataremos hoy aquí, en este Congreso, por
tercera vez, de comentar el legado de un hombre ilustre que, en el atardecer de
su vida, manifestó que hubiera querido ser jardinero, lo cual debe entenderse
en sentido amplio, el cual abarca a ese jardinero que añora en el pasaje citado
de Tierra de hombres y que es el
educador. Nuestro aporte será poner un cierto orden en la exposición dispersa
de las ideas de este pensador respecto al tema y de penetrar un poco más en su
valioso legado, que hace años cultivamos. Seremos una vez más, como lo denunció
en Chile nuestro querido amigo Patricio Randle, “parásitos de Saint-Exupéry”.
.
II.- El educador necesita de una filosofía.
En el planeta del principito había, como en todos los demás planetas, hierbas buenas y malas. |
Lo
primero que debemos intentar, ante el barullo y la confusión de las ideas, es
hacer un planteo filosófico del tema, ya que como afirma Belisario Tello, “el mundo contemporáneo está tan lleno de
técnicas educativas como vacío de filosofía pedagógica”[3].
La educación es un asunto práctico,
que exige una consideración teórica que la fundamente: no puede existir una
sana educación fundada en una filosofía enferma o errónea[4].
Entonces nos convoca la pregunta de la
filosofía: ¿qué son las cosas?; aquí, ¿qué es la educación? ¿Cuál es su
naturaleza? Esto, es preguntarse por su
esencia, por su fin.
Ya los griegos advirtieron que no es posible educar al hombre sin saber
antes qué es el hombre; porque la naturaleza del hombre es principio y fin de
la educación; ésta es el desarrollo de esa naturaleza en lo que tiene de
perfectible: de allí el apotegma de la ética heroica de Píndaro: “Sé aquél que
tú eres”, eco de la cual es la famosa máxima de José de San Martín: “Serás lo
que debas ser y sino no serás nada”.
En consecuencia toda pedagogía sana se funda en una recta concepción del hombre, de su
naturaleza, de su origen, de su destino. La educación es ante todo una
cuestión de principios.
A veces se confunde a Saint-Exupéry
con los existencialistas. Esto es falso. Su concepción del hombre es la
clásica. El no habla de “condición” humana, que es algo particular, variable,
que pertenece a la categoría del accidente, sino de “especie humana” (Ciudadela, LXV), de “sustancia del
hombre” (Piloto de guerra, XXIV), de
una naturaleza que es a la vez esencia y principio de operaciones naturales.
Esa naturaleza está formada por los
dos co-principios intrínsecos: cuerpo y alma espiritual. Así lo afirma en Ciudadela: “Nada tiene sentido si no
mezclo en ello mi cuerpo y mi espíritu” (XXXI).
Entre ambos, la primacía la tiene
aquello que nos singulariza dentro del género animal: el espíritu, el alma
espiritual. Saint-Exupéry lo reafirma en Piloto
de guerra: “Mi cuerpo recuerda las caídas sufridas, las fracturas de
cráneo, las noches en el hospital[5]…Teme a los golpes. Se
inclina hacia la izquierda a la manera de un viejo caballo que desconfía
durante toda la vida del obstáculo que una vez lo asustó…Se trata de mi cuerpo,
no de mi espíritu” (VI) y se queja porque le prodigamos demasiadas atenciones:
“nos ocupamos tanto de nuestro cuerpo… se ha dicho de él: soy yo” (XXI), y
concluye, siempre sin medias tintas, rechazando ese reduccionismo, pero a la
vez sin caer en espiritualismos exagerados, reafirmando la pertenencia corporal
al todo humano: “cuerpo mío, ¡me importas un bledo!”
La educación debe ayudar al hombre a
liberarse de lo puramente instintivo, a ser “señor de sí mismo”[6], a entender que la vida no
es fácil ni frívola, que es seria y a veces trágica, y a recordar que si el hombre
es el mejor de los animales, como señala Aristóteles, cuando está divorciado de
la ley y la justicia es el peor de ellos[7].
Aquí debemos rechazar el criterio
historicista y relativista de la moral, según la cual lo nuevo es lo bueno, los
signos de los tiempos son las normas. Como señala Fray Alberto García Vieyra:
“el mundo moderno da la norma de la vida moral. Y si el mundo moderno se define
como un mundo de placeres ilimitados y de riquezas, esto constituye la norma en
la vida moral del hombre”[8].
El
hombre tiene un origen, como bien lo expresa en su “Parábola a un Cruzado”, aunque chapado a
lo contemporáneo, que es Chesterton, nuestro poeta y recordado amigo, Miguel
Angel Etcheverrigaray:
“Todo era incrédulo a su lado, todos creían en la
Ciencia.
Y él dijo a todos que la Ciencia a veces es mera
apariencia.
Todos creían a su lado en el primate antepasado,
Y él dijo a todos que los monos son costillas de otro
costado…
Y así, pensando y meditando los liberó del animal,
Porque el hombre, querido hermano, es un milagro
celestial”[9].
Saint-Exupéry encierra en una frase al
final de Tierra de hombres, su
concepción acerca de nuestro origen: “sólo
el Espíritu si sopla sobre la arcilla puede crear al hombre”. Y pese a los
pedidos de León Werth, no la eliminó, lo cual muestra que estaba bien
convencido de lo que había escrito.
También el hombre tiene un fin más
allá del tiempo, por eso, Saint-Exupéry confía en los hombres que trabajan para
la eternidad, y escribe: “Tu pirámide no tiene sentido si no acaba en Dios” (Ciudadela, XC); Dios que también es
fundamento de nuestras relaciones de caridad con el prójimo:
“No hay pasarela
de ti a otro, sino por el camino de Dios” (Ciudadela
LXXIII).
La educación es una realidad
accidental que no puede realizarse sino a partir del todo sustantivo que es el
hombre y su peculiar naturaleza. No produce seres nuevos sino cualidades nuevas
y para que estas cualidades surjan son necesarias las exigencias: “Fuérzalos a construir una torre y los
transformarás en hermanos. Si quieres que se odien arrójales un poco de grano”
(Ciudadela IX).
III.- La educación es una realidad humana.
El
gran tema del educador es la formación del hombre como persona. Y
aquí aparecen ciertos errores, incluso en
algunos católicos, ya señalados
hace años en un editorial de “Universitas”
por su director, Santiago de Estrada: se advierte “una preocupación casi
exclusiva por los aspectos sociales del cristianismo, acompañada de un
correlativo descuido de cuanto atañe a la interioridad personal.
Consecuentemente toda la atención suele recaer…sobre las estructuras, mientras
poco se repara en el comportamiento y la conducta de los fieles. Abundan hoy
los falsos profetas –simiescos imitadores de los auténticos profetas de Israel-
que fustigan las ‘estructuras de pecado’ y cifran en su transformación las
esperanzas de un mundo mejor, que ya no sería el “cielo nuevo” y la ‘tierra
nueva’ de la que se habla en la 2ª.Epístola de San Pedro y en el Apocalipsis,
sino un mundo paradisíaco a realizarse en la historia”.
“En cambio, se deja de lado, lo más fundamental, lo que hace al temple y al
carácter de los ciudadanos, a su formación como hombres, como personas
destinadas a la vida inmortal”[10].
La
educación es una realidad humana. Dios no necesita educarse. Ciertos animales
se amansan o se adiestran: “el árbol no se preocupa de sus semillas cuando el
viento las arranca y las lleva. El insecto no se preocupa de sus huevos, el sol
los desarrollará. Todo lo que poseen se mantiene en su carne y se transmite con
la carne”.
“Pero ¿qué sería de ti si nadie te tomase por
la mano para mostrarte las provisiones de una miel que no es de las cosas, sino
sentido de las cosas”.
Pero el que toma a
otro de la mano para mostrarle el sentido de las cosas tiene un papel que
cumplir, porque como les expresa a los educadores en su primer discurso: “No
estáis encargados de matar al hombre en los pequeños, ni de transformarlos en
hormigas para la vida del hormiguero”[11].
Y el “matar”,
se refiere al alma de los educandos. Ya lo advierte el Evangelio: “No temáis a
los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel
que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna” (Mateo, 10/28).
Aunque en nuestros
días de barbarie generalizada no es extraño que el educador deba también velar
por la vida física y la integridad corporal de los educandos y ejercer esa
parte potencial de la justicia que se llama vindicta,
la cual aplicada con oportunidad y circunspección ahorra males mayores a la
sociedad. Es lo que no hacen muchos directivos de colegios, que no protegen a
las víctimas ni castigan a los verdugos.
La gran empresa educativa no es otra que el cultivo del educando, de
toda su humanidad, pero en especial de su alma espiritual.
Esa empresa,
larga y difícil, requiere dedicación y amor, saber “educir” de los educandos lo
mejor: aquello que los forma y los humaniza, que los hace alcanzar la plenitud
en la línea perfectiva de su naturaleza peculiar.
El educador debe ser un “jardinero de hombres”, un escultor de hombres, según
las palabras de Platón. Debe cuidar la vida, encauzar sus energías, ayudar a los educandos en la tarea de
restaurar los lazos sagrados, históricos y sociales que los unen a las fuentes
vitales que les permiten crecer y acatar en sus enseñanzas las jerarquías
de la naturaleza humana, porque “no somos un ganado a engorde, y la aparición
de un Pascal pobre pesa más que el nacimiento de algunos anónimos prósperos” (Tierra de hombres, VIII, I).
IV.- Educación: parirse a sí mismo.
Como el educador es
causa eficiente subsidiaria, principio exterior que co-opera con el educando[12], debe saber que la
educación no es tanto transmisión exterior como conquista interior.
Por eso afirma
Saint-Exupéry: “No te diré: ven a mi casa para hacerte tallar, reducir ni
modelar, sino ven a mi casa para hacerte nacer a ti mismo.
Tú me
sometes tus materiales en desorden y te los devuelvo transformados en uno. No
soy yo quien marcha en ti. Eres tú quien marcha” (Ciudadela, LXXVIII), porque lo asimilado importa más que lo
enseñado.
La importancia de la asimilación, también
aparece en El Principito y es una de
las más importantes enseñanzas del Zorro sabio: “Sólo se conocen las cosas que se asimilan. Los hombres ya no tienen
tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen
mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos” (XXI).
La educación requiere el orden y la disciplina
de un ceremonial. A esto se opone la falsa libertad, la libertad de “no ser”;
ella es denunciada por Saint-Exupéry con energía: “Tú llamas libertad ese poder que tienes de demoler tu templo, de
mezclar las palabras del poema, de igualar los días que mi ceremonial había
construido en basílica. Libertad de hacer el desierto. Y ¿dónde te encontrarás
tú?”
V.-
La marcha hacia Dios.
“Les enseñaréis la meditación y
la plegaria, porque con ellas se dilata el alma... Enseñaréis el gusto de la
perfección, porque toda obra es una marcha hacia Dios y no puede acabarse sino
con la muerte”.
En Ciudadela,
aparece otro texto clave para aclarar el recién citado: “Mi meditación me
parecía más importante que el alimento y la conquista. Porque me había nutrido
para vivir, había vivido para conquistar y había conquistado para retornar y
meditar y sentir mi corazón más vasto en el reposo del silencio. He aquí la verdad
del hombre. Existe por su alma. Al frente de mi ciudad instalaré poetas y
sacerdotes. Y harán dilatarse el corazón
de los hombres. Si quiero que nazca el amor, fundaré el amor en él por
el ejercicio de la plegaria” (XXXV).
La
dimensión religiosa de la existencia debe estar presente en la educación, porque
no existe la escuela neutra: si no es templo, es guarida. El proceso educativo
se define con referencia a la perfección en el orden natural y en el orden
sobrenatural.
Al fin y al cabo, la vida es un tránsito hacia
un destino eterno. El hombre está llamado a la participación en la beatitud
sobrenatural que se consuma en la eternidad, pero que se decide aquí y ahora,
en el tiempo y en este mundo. Por eso existe un olvidado derecho proclamado por
Tomás Casares: el derecho a la esperanza
sobrenatural y un ordenamiento jurídico que “no ponga, con el orden de sus
instituciones, condiciones temporales de un vivir iluminado, sostenido y
levantado por la Esperanza sobrenatural no le hace al hombre plena justicia”[13].
La negación de esta temática impide al hombre
ubicarse bien en las realidades temporales y como afirma Fray Alberto García
Vieyra O.P. “al no promover la esperanza sobrenatural, la escuela abandona al alumno en dos extremos igualmente lamentables:
la desesperación y la presunción. La delincuencia juvenil, el suicidio, son
síntomas de una sociedad sin esperanza”[14].
En Piloto
de guerra, Saint-Exupéry habla del deber de la esperanza: “Yo comprendo por
fin, por qué el amor de Dios ha establecida a los hombres responsables unos de
otros y les ha impuesto la esperanza como una virtud…Nadie tenía derecho de
desesperar, ya que era mensajero de alguien más grande que él. La desesperación
era renegar de Dios en sí mismo. El deber de esperanza hubiera podido traducirse
por: te crees tan importante, ¡que fatuidad tu desesperación!”(XXVI).
Como “heredero de la civilización
cristiana”, Saint-Exupéry no quiere privar a los educandos de la formación
religiosa que constituye la clave para plantearse y responder a los grandes
interrogantes de la existencia. Sabe, por otra parte, que el gran problema del
hombre es espiritual y así lo confía en la Carta
al General X, para algunos su testamento espiritual: “¡Ah, general!, en el
mundo no hay más que un problema. Dar al hombre un significado espiritual,
inquietudes espirituales. Derramar sobre él algo parecido a un canto
gregoriano”.
La enseñanza de la religión verdadera es necesaria para
una buena educación. Porque como escribe con acierto,
utilizando el argumento pragmático: “todos
los ritos, todos los sacrificios, todos los ceremoniales, todos los caminos no
son igualmente buenos. Hay malos, como existe la música vulgar. Si quieres juzgar el camino, el ceremonial o
el poema, mira al hombre que se aproxima por ellos o bien escucha latir su
corazón” (Ciudadela, CL).
Además no basta todo lo que hagamos en el
plano natural por más que trabajemos mucho para corregir y enderezar al
educando. Existe un campo que se encuentra más allá y Saint-Exupéry lo advierte
con claridad y nos regala una preciosa analogía retórica: “No es suficiente podar en el corazón del hombre para salvarlo; es
necesario que la gracia lo toque. No es suficiente podar el árbol para que
florezca: es necesario que la primavera se ocupe de él”[15].
VI.- Forjar un estilo.
“No
los llenaréis de conocimientos muertos, sino que les forjaréis un estilo para
que puedan asir”.
“No
sé que significa educar al hombre, sino se trata de enseñarle a leer rostros a
través de las cosas”.
En sus Carnets, Saint-Exupéry critica cierta
“educación” moderna que traspasa al niño, “reducido al papel de formulario, un
bagaje de conocimientos en lugar de
forjarle un estilo y, por lo tanto, un alma. No es el bagaje lo que cuenta
sino el instrumento de aprehensión… Hoy día se instruye pero no se educa”.
El educador nunca debe olvidar que al
educando “el alimento esencial no le viene de las cosas, sino del nudo que ata
a las cosas”.
Por eso el imperio vivifica el alma,
en la medida en que sus componentes, las cabras, los carneros, las moradas y
las montañas se encuentren unidas por ese lazo invisible que les confiere un
rostro capaz de ser amado; destruido el lazo sólo quedan materiales dispersos y
ofertas para el pillaje.
Al
educando hay que enseñarle a leer los rostros y llevarlos en su corazón para que su vida tenga sentido, para que a la manera de Sócrates,
prefiera la muerte al desarraigo, para que sea un hombre como el que aparece en
Ciudadela: “Aquél que sabe leer la imagen y que la lleva en el corazón y está
unido a ella para vivir… si es arrancado de su fuente está como dividido,
desmantelado y muere de asfixia a la manera del árbol al que se han cortado las
raíces”(XII).
En el
segundo discurso dirigido a los educadores en Ciudadela, Saint-Exupéry arremete contra la esterilidad del
enciclopedismo, contra el conocimiento que llamaríamos turístico de las cosas,
caracterizado por su cantidad, pero no por su profundidad, por la información y
no por la formación[16].
“He
reunido a los maestros de mis escolares y les he dicho: no os equivoquéis. Os he confiado a los hijos de los hombres no
para pesar más tarde la suma de sus conocimientos sino para regocijarme con la
calidad de su ascensión. Y no me interesa aquél de vuestros alumnos que
haya conocido, llevado en litera, mil cimas de montañas y así observado mil
paisajes, porque ante todo no conocerá uno solo verdaderamente y luego porque
mil paisajes no constituyen más que un grano de polvo en la inmensidad del
mundo. Me interesa que él sólo haya ejercitado sus músculos en la ascensión de
una montaña, aunque sea la única y así tendrá disposición para comprender todos
los paisajes por venir y, mejor que el otro, vuestro falso sabio, los mil
paisajes mal enseñados” (XXXV).
VII.- Tradición y fidelidad. La educación como realidad histórica.
“No es sorprendente que te agotes
buscando una cultura sedentaria porque no la hay. Hacer don de la cultura es
donar la sed”.
Porque se trata de “donar la sed”,
recomienda a los educadores: “no insistiréis sobre el uso, sino sobre la
creación del hombre, a fin de que éste labre su tabla en la fidelidad y el
honor y la pulirá mejor”.
Cada uno debe recorrer su propio
camino, “labrar su tabla”, pero no como si fuera un nuevo Adán, sino como
heredero de un vasto patrimonio espiritual y cultural, que lo nutre y al cual
debe fidelidad y honor. La fidelidad se basa en la reverencia y afirma los
recuerdos de la memoria amenazados por el olvido[17].
La educación es una realidad
histórica. Por eso, “si tú separas las generaciones es como si quisieras
recomenzar al hombre mismo en medio de su vida y habiendo borrado de él todo lo
que sabía, sentía, comprendía, deseaba y temía, reemplazar estos conocimientos
encarnados por las magras fórmulas sacadas de un libro, habiendo suprimido toda
la savia que subía a través del tronco y no trasmitiendo nada más a los hombres
que aquello que es susceptible de codificarse… Ellos cesan de ser alimentados
por la vida” (Ciudadela, XXII).
Saint-Exupéry no confunde la
tradición, realidad viva, con el uso, con el conservatismo, con el orden muerto
y estéril, propio del guardián del museo.
El respeto y aprecio por el patrimonio
heredado, ese patrimonio que, como señala, “nos permite distinguir a
Shakespeare o a Newton del hombre de las cavernas”, debe revivir en nosotros
mediante nuestro esfuerzo personal, única forma de incorporarnos como un
eslabón más en una larga cadena de cultura, llamada por el gran jurista
Francesco Carnelutti, interminable fila
de peregrinos.
Dentro de este contexto de la
tradición hay que ubicar al hombre “creador”, quien, por supuesto, no crea “ex nihilo”, o sea de la nada, y a “su”
verdad, que es conformidad subjetiva con lo real que se descubre. Y así escribe
Saint-Exupéry: “…tu verdad se hará lentamente porque es nacimiento de árbol y
no hallazgo de una fórmula, porque es el tiempo el que tiene importancia,
porque se trata de escalar una montaña difícil”.
IX.- Señorío sobre las cosas.
“Lucharéis
contra los lazos de los hombres con los bienes materiales”.
Los educadores deben ayudar a los
educandos a liberarse de una esclavitud que siempre acecha al hombre, pero que
se encuentra hoy agravada por la nefasta influencia de los economicismos
contemporáneos: la esclavitud respecto a los bienes materiales, en su posesión
o en la envidia de quienes los poseen, que siempre concluye deshumanizando al
hombre. El dar, el compartir, la gratuidad, dejan de tener sentido desde esa
perspectiva.
En Ciudadela
aparece el “señor del vientre opulento”. Si el jefe le corta la cabeza, nada
habrá cambiado en el imperio, porque su existencia no dio frutos. Los cofres
seguirán en su lugar.
En El
Principito, encontramos al hombre de negocios, al señor carmesí, a quien
Saint-Exupéry le niega categoría humana dedicándole el insulto preferido de su
niñez: “Jamás ha aspirado una flor. Jamás ha mirado una estrella. Jamás ha
querido a nadie. No ha hecho más que sumas y restas… Pero no es un hombre; ¡es
un hongo!”.
X.- La caridad.
“No enseñaréis en principio el perdón
y la caridad. Porque ellos podrían ser mal comprendidos y no ser más que
respeto a la injuria y a la úlcera”.
La caridad reposa en la verdad. No puede ser pretexto
para aceptar el error, el pecado o el vicio. Debemos
amar a todos los hombres, en especial a nuestros prójimos, sean equivocados,
pecadores o viciosos, porque además ningún hombre puede tirar la primera
piedra. Nadie debe rasgarse las vestiduras, porque cada uno carga con sus
propios errores, pecados y vicios. Pero también debemos, sin confundir las
cosas, odiar al error, al pecado y al vicio. Esa confusión, tan común en
nuestros días, fue señalada con claridad por Saint-Exupéry: “Me he preocupado
de los derechos de Dios a través del hombre… Y al mismo mendigo yo siempre lo
he concebido como un embajador de Dios. Pero los derechos del mendigo y de la
úlcera del mendigo y de su fealdad honradas por ellas mismas como ídolos, no
los he reconocido” (Ciudadela).
XI.- Los castigos.
“Castigaréis en primer término la
mentira y la delación, que ciertamente pueden servir al hombre y en apariencia
a la Ciudad. Pero solamente la fidelidad crea los fuertes. Porque no puede
haber fidelidad en un campo y no en el otro. No es fiel quien puede traicionar
a su camarada de labor. Necesito una ciudad fuerte y no apoyaré su fuerza en la
podredumbre de los hombres”.
La ciudad se apoya en la salud de los
hombres y de las pequeñas comunidades, en particular de las familias. La
familia “es el hogar de la educación; por eso, la disolución de la primera trae
fatalmente como consecuencia la destrucción de la segunda”[18].
La educación requiere premios y
castigos, cuyo objetivo debe ser formar a los hombres en la fidelidad para la
vida privada y para la vida pública.
Para
Saint-Exupéry no hay dos morales. No hay ningún resquicio para el
maquiavelismo. Sólo el hombre bueno podrá ser un buen ciudadano en una ciudad
justa.
XII.- Reflexiones.
Concluida esta glosa, para finalizar,
nos parece interesante formular algunas
reflexiones para el “jardinero de hombres”, la propuesta educativa de
Saint-Exupéry para tiempos difíciles, como los que nos toca vivir:
l) el
hombre entero es educable. La educación física debe tener en cuenta la
formación del carácter… ya que la fuerza física sin frenos interiores, sin
frenos morales es muy peligrosa.
2) la educación no es mera
instrucción, hay que formar al hombre
todo, no sólo al intelecto sino también a la voluntad. El maestro debe
educar mientras instruye.
3) la
actividad educativa no consiste en difundir nociones sino en generar buenos
hábitos, intelectuales, morales y físicos.
4) el
cultivo de lo humano en el hombre requiere, como la amistad, paciencia, tiempo
y trato.
5) el
auténtico arte de enseñar consiste en suscitar el deseo de aprender haciendo la
enseñanza interesante, y en lo posible, divertida.
6) no
existe educación sin esfuerzo.
7) la
educación dura toda la vida y es lógico que evolucione desde la
heteroeducación hacia la autoeducación.
8) el
educador debe ser una norma viviente para los educandos, dar buen ejemplo y
ser generoso en la transmisión de los saberes, para que no duerman luego con él
en su tumba.
Tratando de realizar todo esto, el
educador debe recordar lo que dice en su decálogo Gabriela Mistral: “Acuérdate que tu oficio no es mercancía,
pues Dios te ha puesto a crear el mundo del mañana”.
Y en esta visión de futuro, también no
debe olvidar lo escrito por Fermín Gainza, fsc:
Educar es lo mismo
Que poner un motor a una barca.
Hay que medir, pesar, equilibrar…
Y poner todo en marcha.
Pero para eso,
Uno tiene que llevar en el alma,
Un poco de marino…
Un poco de poeta…
Y... paciencia reconcentrada.
Pero es consolador soñar,
Mientras uno trabaja,
Que ese barco -ese niño, ese joven-
Irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
Llevará nuestra carga de palabras,
Hacia puertos distantes,
Hacia islas lejanas.
Soñar que cuando un día
Esté durmiendo
nuestra propia barca,
en barcos nuevos
seguirá nuestra bandera enarbolada”.
Bernardino
Montejano,
San
Miguel, 20 de septiembre de 2009.
[1] Saint-Exupéry viajaba en un tren a Rusia. Siempre inquieto fue a
visitar un vagón de tercera clase atestado de obreros polacos expulsados de
Francia que volvían a su patria. Se sentó delante de una familia: padre, madre
e hijo. Los padres estaban marcados por su desgracia, desarraigados, errantes,
sucios. Pero el hijo era otra cosa, era una especie de fruto dorado descrito
así: “De aquellas miserables ropas había nacido aquel milagro de carne y de
gracia. Me incliné sobre aquella frente lisa, sobre aquel dulce gesto de los
labios, y me dije: He aquí un rostro de músico, he aquí a Mozart niño, he aquí
una hermosa promesa de vida. Los principitos de las leyendas no eran diferentes
de él; protegido, rodeado, cultivado, ¡qué no podría devenir! Cuando nace en los jardines una rosa nueva, todos los
jardineros se conmueven. Se aísla la rosa, se la cultiva, se la favorece. Pero
no existe jardinero para los hombres. Mozart niño será marcado como los otros
por la máquina de embutir… será muy feliz escuchando música podrida, en la
podredumbre de los cafés cantantes. Mozart está condenado”. Lo que atormentaba
al aviador al contemplar el cuadro, no era la miseria, sino el punto de vista
del jardinero. Era la especie humana, no el individuo, la que estaba
herida. Y por eso escribe que esto “no lo curan las ollas populares. Lo que me atormenta no son esas hinchazones,
ni esos huecos, ni esa fealdad. Es un poco, en cada uno de esos hombres, Mozart
asesinado”.
[2] En el ámbito familiar, muerto su padre, un conde venido a menos que
trabajaba como inspector de seguros cuando él era muy chico, la figura ejemplar
es su madre, María de Fonscolombes; en el del trabajo, son su jefe Didier
Daurat, y su camarada y amigo Henri Guillaumet, a quienes dedica sendos libros:
Vuelo nocturno y Tierra de hombres. Estos auténticos modelos hoy van desapareciendo
y como señala Antonio Caponnetto, “los nuevos que se presentan y publicitan,
son esos líderes ocasionales y fugaces que mueven las pasiones del vulgo” (Pedagogía y educación, Cruz y Fierro,
Buenos Aires, 1981, p.24).
[3] Filosofía pedagógica,
Librería Huemul, 1975, p.11.
[4] El Papa León
XIII, en su encíclica Aeterni Patris,
afirma que una sana filosofía “es indispensable
para la vida social y para el desarrollo de las ciencias y de las
artes”.
[5] Como las de ese hospital en Guatemala, cuando al despertar, después de
días en coma, un médico intentó amputarle un brazo para salvarle la vida, y su
peculiar respuesta: “¡No! No me lo amputa, es un recuerdo de familia”.
[6] Como señala
Caponnetto: “Una enseñanza fundada en el señorío sobre sí mismo, en el
renunciamiento y en la obediencia, en la concepción de la vida como un acto de
servicio; una enseñanza sostenida en los más altos valores especulativos y en
las más lícitas preocupaciones concretas” (Ob. cit., ps. 256/257).
[7] Política, L. I, C. 1, en Etica Nicomaquea-Política,
Porrúa, México, 1970, p. 159.
[8] Política Educativa, Librería Huemul, Buenos Aires, 1967, p.43.
[9] El Reino, Medina del Río, Buenos Aires, 1953, p. 146.
[10] Abril-Junio de 1973, N°
37, p. 3. Esta “Universitas” que llegó al N° 73, y luego fue quemada por iniciativa
de un mísero rector para vengarse de la grandeza de Santiago de Estrada, nada tiene que ver con la actual revista
homónima, obra de simoníacos y de traidores, a quienes Dante ya habría ubicado
en los círculos infernales pertinentes.
[11] El primer discurso se encuentra en Ciudadela,
XXV. Poco antes de su muerte escribiría: “la colonia futura de termitas me
espanta y odio su virtud de robots”.
[12] Como señala Caponnetto, “no le corresponde al educador caminar por el
alumno; por otra parte, hay un camino interior hacia la verdad que
inexorablemente se recorre en la intimidad y el silencio personal. Pero el
verdadero maestro sigue imperceptiblemente, calladamente, ese recóndito
itinerario del discípulo, y esa es su más grande prueba de amor y de
sabiduría”, Ob.cit, p. 91.
[13] La justicia y
el derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1974, ps. 215/6.
[14] Ob. cit., p.
125.
[15] Prólogo a Le vent se lève de Anne Morrow Lindbergh, en Ècrits de guerre, Gallimard, París, 1982, p. 31.
[16] Como señala Belisario Tello “el ideal de la
formación no es la acumulación de conocimientos, sino la integración de éstos
en la vida del educando” (ob.cit., p.90).
[17] Como señala
Tello: “toda educación humana se inserta en una tradición histórica,
prolongándola y confirmándola… El ideal educativo es una forma viviente que
hunde sus raíces en la historia de una nación”, Ob. cit., p. 172.
[18] Tello, ob.
cit., p. 176.
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